«That woman's so old she can be any age she wants to be.»
(Esa mujer es tan vieja que puede tener la edad que quiera.)
Travels with Epicurus, Daniel Klein
Hace unos días cumplí 40. Pero ya hace un año que los tengo, nunca tuve 39. Desde el año pasado empecé como un período de aclimatación y transición a la mediana edad. En vez de decir «tengo treinta y nueve», yo decía «voy a cumplir cuarenta», por eso presiento que este año se me va a hacer larguísimo. El cambio de dígitos me encuentra del otro lado de un año bisagra en mi vida; además de estrenar década, también estreno cambio de piel.
Ya hace rato que no me giro a ver si le hablan a otra cuando me dicen «señora», me ocupo de mi jubilación, me despierto temprano sin despertador y me pongo cremas antiage. Pero en lo que más noto la edad es en cómo gestiona mi cuerpo una resaca o una trasnochada, y en que tengo una historia para todo. No sé si esto último es por vieja, por chamuyera, por vivida o simplemente, por prestar atención. Me gusta decir que leer y viajar te alargan la vida, y como estas dos actividades son bastante prioritarias para mí, puede que en realidad, yo ya haya cumplido 50.
Quise recibirlos de viaje, como es mi costumbre desde que cae en verano. Y eso hizo que mi día de cumpleaños durase 26 horas: empezó en Grecia y terminó en Londres, dos husos horarios más atrás. En mi código civil personal, mi cumple dura hasta las 23:59 de Argentina, porque si me llegan saludos antes de que el día termine allá, son válidos como gol en tiempo suplementario. Eso son cuatro horas más. El día que cumplí cuarenta duró treinta horas.
Como viajaba a Grecia, uno de los libros que elegí para llevarme fue Viajes con Epicuro, de Daniel Klein. Esperaba relatos de viajes que hablaran del placer y de evitar el dolor innecesario, como la filosofía epicúrea a la que me reconocí afín desde que leí sobre ella por primera vez en El mundo de Sofía. Epicuro no alienta los placeres lujosos, caros o exóticos, sino los placeres cotidianos, chiquititos, locales. Pero resulta que, otra vez, el libro me eligió a mí: cuando lo compré no reparé en que el tema central era la vejez. El autor, entrando en sus setenta, habla de sus viajes a la isla de Hidra y hace la analogía de que envejecer es como estar en un puerto de aguas serenas donde más que hacer, se es. Resalta la importancia del juego, de las relaciones y de las amistades en esa etapa de la vida. Yo tengo claro que cumplir cuarenta no es técnicamente envejecer, pero me sentí identificada con añorar ese puerto de aguas calmas, viniendo de un verano con un ritmo que no puedo pilotear —en mi caso, ¡de momento ese puerto será el otoño, no la vejez!—.
Si bien irse a otro país a celebrar un cumpleaños no suena a placer pequeño, la despedida de mi tercera década estuvo llena de pequeños placeres. Para la última cena de las vacaciones y la previa de mi cumple elegí un restaurante sobre un acantilado desde donde se veía la puesta del sol en el mar Jónico. Antes de que trajeran la cena tuve un momento de apreciación de mi aquí y ahora: desde mi silla, levantando la mirada, veía a la luna en cuarto creciente. Interpreté que representaba este nuevo comienzo. En hora dos, veía los colores rojizos que había dejado el sol al irse a dormir al mar. Pongamos que eran mis treinti, yéndose. Atrás mío se escuchaban las olas ir y volver, recordándome la circularidad del tiempo y los procesos vitales. A la izquierda, lo suficientemente lejos como para no interferir en la conversación, sonaba música en vivo. En mi paladar se había alojado un vino blanco griego. Seco, fresco, prometedor. Compartiendo mi mesa, tres amigas con quienes venía de pasar una semana de viaje y descubrimiento. Estaba en una burbuja sensorial donde todo en los 360 grados de mi alrededor me llenaba de placer epicúreo. El viento sobraba y me despeinaba, pero elegí ignorar ese dolor.
Esa tardecita-noche estrené vestido. Uno que me había comprado esa misma mañana, en la Old Town de Corfu. El primero y único que me probé. Después de la cena nos quedamos mirando a la banda en vivo un rato. La medianoche nos encontró en una disco playera donde compartimos la pista con otras dos generaciones y bailamos sin que nos importara el qué dirán. Pensé en cuando veía mujeres más grandes en el boliche y me decía «qué desubicadas», pero ahora sé que ellas la pasaban mejor que yo, que a mis dieciséis me preocupaba demasiado por si tenía frizz o por si me hablaba el chico que me gustaba. Después pasamos por un karaoke tan kitsch que nos tentó entrar. Había solo un par de mesas ocupadas, muchos cartelitos de chistes fáciles como decorado en la pared, una pegatina de notas musicales con la leyenda «Music is the medicine of the mind» en el mostrador del DJ y la iluminación era rosada. En el escenario, una nena menor de diez años cantaba canciones de Abba cada una canción de los demás. Me recordó mucho a una escena de la película After Sun. Cuando terminaba, le daban un chupito de jugo de naranja. Nosotras cantamos en grupo, desafinadas, canciones de Green Day y Alanis Morissette que hablaban de drogas, putas, sexo y andar desnudas por el living. Era mucho más tarde que la bedtime usual de los niños británicos. Los padres de la nena son unos irresponsables.
Al mediodía siguiente volvimos a Londres. Pasé buena parte de mi día de cumpleaños arriba de medios de transporte: taxi, avión, tren, metro. Lo tomé como augurio de una década llena de viajes o movimiento. Como aterrizaría temprano, avisé a mis amigas que se guardaran la tardecita para ir a algún lugar a celebrar. Venía con un mindset veraniego y en Londres hacía calor, así que quería agua o un parque. Pero no tenía tiempo de organizar, entonces saqué a buen uso mis cuarenta años de practicidad y, desde la sala de embarque del aeropuerto de Corfu, reservé un pub-barco anclado en el Támesis. Ya en mi barrio, pasé por una pastelería polaca que seguía abierta después de las 5 un domingo (mi japonesa preferida ya no lo estaba). Compré una torta de frutillas, un cartelito que me deseaba Happy Birthday, vela de chispas y dos velas con cifras que delataban que era un cumple importante. Al rato estaba, con el mismo vestido de la noche anterior (porque para qué pensar un outfit nuevo si al final era un festejo in continuum), celebrando con mis amigas de acá, que me bancan los planes de último minuto. La vela de chispas quedó sin usar porque arriba del barco no se podía, pero los deseos los pedí con el London Eye de testigo. Que, muy en sincronía, desde hace un tiempo está auspiciado por Lastminute.com. Me gustó que haya sido en mi ley. Sin tanta organización previa, sin sudar, sin sufrir. Epicúreo. Pero hubo algo que me llevó años de trabajo fino y diario que no se ve tanto: la red. Los abrazos, los buenos deseos, la compañía el día de mi cumple, ya sea virtual o en persona. El cumplirlos, realmente, feliz. Eso me llevó toda la vida.
Hermoso mari! Se te ve feliz!...
Me encantó!!!! 🤩