Antes de embarcarme en mis últimas vacaciones, mi amiga Mery me dijo que este viaje iba a ser como mi Comer, rezar, amar. Me reí. Había algunas similitudes con la novela de Liz Gilbert: sería un viaje en solitario, después de separada, que empezaba en Europa y seguía por Asia. Pero no iba en plan de búsqueda espiritual. Quería relajarme, explorar lugares nuevos y reconectar con mi yo viajera después de un año muy cargado a nivel emocional y administrativo. Le contesté que para mí, sería más bien un «Comer, leer, escribir».
Sabía que a la gente en Singapur y Malasia le encanta comer. Que la oferta gastronómica por allá es amplia y muy bien valorada por quienes entienden del tema. Que se despiertan y desayunan pollo con arroz, carne o noodles fritos. Que cada reunión es antes, durante y después de la próxima comida. Y lo abracé desde el día uno. Me familiaricé con esa sensación de panza llena a punto de explotar, que viene emparejada con esa contradicción de querer seguir probando cosas nuevas.
Leí bastante. Empecé y terminé The Midnight Library, de Matt Haig, newsletters que me había guardado y las partes de lectura del journal de escritura que me llevé.
Escribí menos de lo que pensé que escribiría. Y no por falta de inspiración. En Singapur no paré, ni siquiera para subir historias a mi Instagram. Me abrumó la cantidad de material digno de compartir. En Langkawi me sentía pegajosa y eso me inclinaba más a leer que a escribir. En Penang pasé mucho tiempo con Marta, una amiga viajera, entonces solo escribí cuando me di citas conmigo para hacerlo: algún desayuno en un café occidental con aire acondicionado, en los vuelos, en las esperas de aeropuerto. Como no quería olvidarme de nada, me mandé mensajes de voz con anécdotas e impresiones que aún tengo que terminar de desgrabar y ordenar. Usé los días libres a mi regreso para surfear la depresión post-viaje y el jet-lag yendo a cafés a seguir completando mi journal. Mi pelo fue el primero en llegar al sudeste asiático: apenas puse un pie en el aeropuerto de Changi, mis rulos mutaron a masa amorfa. Mi cuerpo volvió a Londres hace ya un par de meses, pero por un tiempo, mi cabeza siguió un poco allá.
Estoy segura de que Liz Gilbert no escribió Eat, Pray, Love en Bali, sino después. Así que todavía estoy a tiempo de hacer algo con todos los primeros borradores que aún no escribí.
Comer
El concepto ya es medio cliché, pero uno de los motivos por los que me gusta viajar es para conocer otras formas de vivir. El mundo no es solo como es donde nos criamos. Y no hay una sola manera de hacer las cosas. A veces viajo a destinos donde las diferencias son más sutiles, pero esta vez en Asia noté algunas bastante más grandes.
Resulta que por allá, mucha gente tiene la costumbre de comer con las manos. Curries, arroces, comida que de este lado del mundo no se nos ocurriría. Todos los restaurantes tienen una bacha, jabón y para secarse, antes y después de comer. Las servilletas son un bien escaso. Los cuchillos, una leyenda urbana. En los mercados de comida (hawker centres) en Singapur no te dan servilletas. Esperan que les compres pañuelos a gente que pasa ofreciéndolos. En Malasia tenía que pedirlas especialmente, porque tampoco se usan.
Una mañana fui a un restaurant a desayunar los famosos rotis malayos. El sol no estaba fuerte pero el calor ya había logrado que mi piel estuviese húmeda. Me pedí mi roti telur (con huevo) y un teh tarik y me senté en la mesa donde más viento había. La mayoría de los ventiladores de techo eran de plástico y andaban como si se estuviesen quedando dormidos. Encontré uno de esos de metal en una esquina y me ubiqué justo enfrente. Para ese entonces ya me había comprado una vincha para mantener a mis rulos —o lo que quedaba de ellos— a raya y poder comer en paz. No hay cosa más incómoda que comer con el pelo flameando alrededor de los ojos y boca. Ese viento fresco del ventilador en la cara me daba años de vida.
Cuando llegó mi roti fui a la caja a pedir una servilleta. La señora me dio un paquete de servilletas de papel color rosa. Me preocupé por el resto de los clientes, pero pegué un vistazo y eran todos locales. La señora me había dado la señal de que acá era la única westerner desubicada, así que podría usar cuantas quisiera. Apoyé la bolsa con las servilletas en mi mesa y le puse mi botella de agua de metal arriba, porque quedaban pocas y la bolsa se volaba por el viento del ventilador. Me trajeron un roti, después otro, y venían con una compoterita con un dhal para mojarlos. En eso, el viento del ventilador tumbó mi botella, que fue a dar justo en la compotera del dhal que a su vez se desparramó por toda la mesa. Solo se salvó mi journal, que quedó al costado del enchastre. Enseguida vino uno de los dueños y yo me desarmé en disculpas. Porque esto me había pasado por westerner. Por necesitar servilletas, por sentarme en el punto exacto donde el ventilador da su efecto máximo para no morir de un golpe de calor. Limpió mi mesa uniéndose a mis «I’m sorry, I’m so sorry», y me ofreció probar un roti dulce. Yo ya me sentía en culpa por causar un desastre bromatológico. Después agrandé mi deuda cuando, ya con la mesa limpia, me trajo un roti con frutilla y chocolate, de regalo. Por westerner.
Leer
En el aeropuerto de Heathrow me di cuenta de que las librerías son mi lugar seguro. Me siento en casa y acompañada ahí. Aunque no hable con nadie, aunque no haya nadie. Olfateo, toco, (h)ojeo libros que probablemente no compre, pero que quizás anote en mi lista interminable. Me gusta estar en compañía librera. Quizás es porque me crié entre libros, diarios y revistas. Antes de viajar puedo tardar más en elegir las lecturas que voy a llevar que algunos conjuntos de ropa. Como si no hubiese otras librerías de emergencia en el camino, como si me tuviese que casar con ellas. Suelo elegir ficción. Esta vez agarré uno que tenía hacía tiempo en la repisa: La biblioteca a la medianoche. Sabía que era de esos que te atrapan, y otra cosa que pesó en su elección fue que era un libro de charity shop (ninguna edición especial), que probablemente no volvería a leer. No suelo repetir ficciones porque me da FOMO de todo lo que hay y la poca vida que me queda. Recién este año releí La insoportable levedad del ser, quince años después de que ese libro hubiese trepado a mi top 5 de preferidos. Que son los preferidos de la Marilina de hace quince años, pero solo lo puedo decir ahora que lo releí. Cuestión que como en mi viaje me iba a tomar vuelos low cost (pero low cost de verdad, ¡de £11 por trayecto!), si me llegaba a exceder en equipaje, tenía que ser un libro que, una vez terminado, no me importase dejar. O intercambiar, en caso de terminarlo muy pronto.
En Langkawi vi un negocio que decía BOOK SHOP con letras rojas, y me llamó la atención. Me di cuenta de que no había visto ninguno hasta ahora en mi viaje. Cuando lo vi abierto, entré. Una señora de hijab gris me atendió y me señaló los estantes donde estaban los libros en inglés. Era un pasillo corto. Abundaban los libros en noruego, en sueco, en alemán. No había ninguno en español. Me puse a mirar las repisas buscando cuál podría ser el que intercambiaría por el mío cuando lo terminase. Ya sé que no hay que juzgarlos por su tapa —y en realidad yo lo hago por demás—, pero había mucho libro descascarado, desteñido, con varias décadas y usuarios encima, de autores de quienes jamás había oído hablar y con títulos que no me atraían. Mucha enciclopedia, libros de autoayuda, manuales para rellenar. Resulta que el negocio funcionaba como un exchange pero de 2x1. Había que entregar dos para llevarse uno.
En un momento, a la altura de mis ojos, resaltando entre compañeros ignotos, lo vi: Alta Fidelidad, de Nick Hornby. Le sonreí en complicidad como si el libro fuese una persona y lo dejé a mano. En eso entró un chico y dejó dos libros en el mostrador. Le pregunté qué había traído y si los recomendaba, porque no estaba encontrando mucho material interesante. Uno era una novela con un caballo en la tapa (y me hallé otra vez juzgando así, pero su minireseña tampoco me convenció), y el otro, «un libro que había encontrado en el hostel», para llegar a dos. Tenía acento neozelandés. Me contó que venía mochileando por Asia hacía seis semanas y le había costado mucho encontrar una librería buena. Pude empatizar con eso. Entonces le dije:
—¿Te puedo recomendar un libro? No te conozco y no sé qué te gusta, pero yo me la paso recomendando este —Y le pasé High Fidelity.
Él lo miró y pareció interesado. ¿Por la tapa? ¿Por el título? ¿Por la recomendación de una extraña?
Le conté de qué se trataba, que me había sacado carcajadas, que gente en el tube me había mirado en complicidad por leerlo. Se lo llevó.
No intercambiamos contactos, pero a mí me encanta pensar que en algún lugar de Asia habrá un pibe riéndose a costa de la pluma de Nick Hornby y —ojalá— agradeciéndome energéticamente.
Escribir
Escribir durante el viaje es solo la punta del iceberg. Desde chica llevo diarios de mis viajes, pero desde hace un tiempo (y con el advenimiento del celular) escribo menos. Entonces empecé a comprarme journals de escritura que me divierten, me dan ideas para descubrir el lugar por donde ande y me dan consignas para escribir. Me llevé el Usted está aquí, de Aniko Villalba. Una de las consignas es sobre tesoros de viaje, y a mí se me ocurrió escribir esta historia sobre el souvenir inesperado que encontré:
Germinación express de una paranoia
Era mi primera noche en Penang. Estaba cansada por la más de una hora que había pasado arriba de un taxi, frustrada por no tener efectivo, desorientada en un barrio y ciudad nuevos que aún no había visto con luz natural. Eso siempre me genera algo de incomodidad. Al salir del hotel encontré un osito miniatura como de cerámica en la vereda, pegado a mi puerta. Simulaba uno de tela, con los ojos en cruz y cicatrices mal cosidas, tipo osito de tela emparchado, pero esa noche me pareció vudú. Inmediatamente se transformó en señal para secuestros: «acá hay una piba sola, posible presa». Lo levanté. Quizás estaba a tiempo de desconcertar al recipiente intendido si mi perpetrador aún no lo había visto. Noté que tenía como un imán o gancho atrás, como si se hubiese caído de una mochila o gorra japonesa.
Hice unos pasos y en el shophouse de mi izquierda vi ataúdes y urnas funerarias durante dos vidrieras. Seguí. En la intersección con la calle Kampong Malabar había una escultura de hierro. Después sabría que están en casi todas las calles de la ciudad vieja, contando su historia. Pero ésta era la calle de los espías japoneses. Bingo. Mi teoría conspirativa crecía.
Ya volviendo de mi primera vuelta exploratoria tuve que bajar a la calle porque el 5-foot way por el que iba estaba obstruído. Y leí las letras amarillas imprenta pintadas en la calle: PUNGGAH. En malayo, bus se dice «bas», policía «polis», notice «notis». Así que no solo me estaban espiando para secuestrarme y preparando mi funeral: ahora también me estaban por punguear.
También escribí postales. Una para mí, porque a mi yo de la rutina le gusta recibir un gesto de mi yo viajera tiempo después de llegar, y otra para una amiga en Argentina. Conseguí estampillas pero después me costó encontrar buzón, así que confié en que habría en el aeropuerto. Cuando llegué lo vi: gordote y petiso, con dos bocas, una para regionales y otra para los destinos más alejados. Pero las bocas estaban soldadas. Ya llegando al control de seguridad le pregunté a uno de los trabajadores si no habría otro buzón y me dijo que no. Lo miré, pensando en lo que quería pedir, pero sin animarme. Y entonces me lo ofreció él:
—Si querés yo las deposito en alguno que vea.
—¿En serio harías eso por mí? ¡Gracias!
Años antes había pedido lo mismo en un aeropuerto en Portugal y la postal susodicha nunca llegó, así que no le tenía mucha fe.
Unos días después de volver a casa, la vi en el mueble de la correspondencia: una postal acuarelada de Penang, matasellada en Butterworth un par de días después de que me fui. Ahora estoy esperando que la otra llegue a Rosario.
Tengo muchas cosas que decir de todo lo que leí, pero la realidad es que no puedo dejar de pensar en la comida de las fotos 😂 ¡Hermoso viaje, Mari!